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viernes, 29 de junio de 2012

Sobre el Origen de la Tauromaquia


Trabajo publicado por Pedro Sáez Fernández,profesor titular de Historia Antigua en la Universidad de Sevilla, en el nº 8 de la Revista de Estudios Taurinos. Sevilla 1998Con este trabajo nos muestra que las actuales corridas de toros se remontan por lo menos a la época de la antigua Roma.

He de decir en primer lugar que no soy conocedor de la bibliografía al uso sobre el mundo de la fiesta de los toros. Sin embargo, el conocimiento de la naturaleza de las corridas de toros, en todos sus aspectos, siempre ha sido de mi interés como aficionado. Planteo esta cuestión desde el principio, con el fin de buscar la ‘captatio benevolentiae’, una petición de disculpa por estas líneas que van a tratar de buscar unas raíces más lejanas de lo habitual al toreo como tal, saltando en cierta medida sobre los tópicos tantas veces barajados. Y es que, por lo que he podido comprobar, existe una tendencia a defender unos orígenes muy recientes a la fiesta de los toros que no hace más que enmascarar-a mi entender-la escasez de visión histórica de los que han escrito sobre este tema. La opinión generalizada de que el toreo a pie actual arranca de la crisis del toreo a caballo ejercido por la nobleza castellana, choca con lo que esta contribución quiere plantear. Su naturaleza primera, y es lo que trataremos de demostrar, se remonta, cuanto menos, al mundo romano.

El toro, tanto en su estado salvaje como domesticado, fue objeto de veneración en las sociedades antiguas, comenzando por la mesopotámica y continuando por la egipcia y la griega hasta llegar a la romana, por citar las más importantes estudiadas. Son muchos los aspectos desde los que ha sido considerado: desde su divinización, pasando por la génesis del toro antropomorfo o bien como símbolo de fertilidad y poder natural, hasta situarlo en un contexto astral y funerario. Todas estas concepciones y advocaciones han colocado a este animal muy por encima del resto hasta el punto de elevar a la cúspide, en lo referente a valoración social (y económica) a aquél que lo poseyese. Pero no voy a entrar en estas consideraciones porque me alejaría demasiado del fin buscado en este trabajo.

Aunque puede parecer que no tiene relación con el toreo en la antigüedad, quisiera introducirme en el tema dedicando unas líneas tanto al carácter sacrificial del toro como a su valoración desde el punto de vista cinegético. Su carácter sacrificial va unido intrínsicamente al religioso, dado que, por las mismas características del animal, se trataba de ofrecer a la divinidad una víctima apreciada, tanto como expresión de la fuerza desatada de la naturaleza-según correspondería al toro salvaje- como por tratarse del animal por excelencia para obtener frutos de la tierra mediante la utilización de su fuerza ya domesticada. En prácticamente todas las civilizaciones del mundo el toro ha constituido el animal de sacrificio por excelencia. 
Se trataba de elevar la ofrenda más valiosa a la divinidad, que podía ser compartida con ella mediante el consumo de parte de la carne de la víctima por los asistentes al ritual como forma de petición de un favor determinado a la divinidad (sacrificio propiciatorio). En otras ocasiones se trataba de restablecer la alianza con la divinidad, rota por las faltas cometidas por el hombre (sacrificio expiatorio). En casi todos ellos, la sangre jugó un papel fundamental, dado que se trataba del elemento vital por excelencia; buena prueba de ello es que el color rojo es el predominante en las mesas de sacrificios y en los altares de todo el mundo mediterráneo antiguo.

Se conocen bastante bien los rituales de sacrificio de toros tanto en el mundo griego como en el romano. En general, se sacrificaban animales hembras para las divinidades femeninas y machos para las masculinas, aunque hay una excepción puesto que los dedicados a Júpiter eran animales castrados. El color también jugaba un papel importante: los animales de capa blanca se sacrificaban a las divinidades celestes (Júpiter , Juno, etc.); los de capa negra a las divinidades subterráneas y funerarias; animales de color rojizo y castaños se sacrificaban en honor de Vulcano, dios del fuego. Dichos animales eran adornados de muy distintas formas: en unas ocasiones, pintando sus cuernos de oro y, en otras, colocándoles ciertos arreos para embellecerlos. Pero en todos los casos encontramos un elemento repetido, la “vitta” o las “vittae”, una o varias cintas de diversos colores, generalmente de seda, con las que se adornaba al animal, atándolas a su cuerpo, que incluso se mantuvo en otros rituales ya no religiosos y que, desde la máxima prudencia, nos recuerdan las cintas que constituyen las divisas actuales con que los toros saltan al ruedo. Una vez realizada la inmolación se procedía al consumo de su carne por parte del colegio sacerdotal o de otros grupos, dependiendo de la categoría del grupo al que el oferante pertenecía. Entre los sacrificios más conocidos del mundo romano habría que citar los realizados en honor de Atis, el ritual de Dionisio y el de Mitra, de los que aún encontramos restos en el folklore hispano y que, en parte, han sido señalados por C. Delgado. 

El segundo aspecto citado para aproximarnos a nuestro objetivo nos presenta al toro como animal para el ejercicio cinegético. Por sus características en estado salvaje, dotado de una fuerza y un poderío considerable, se convirtió en un reto venatorio de primera magnitud ya desde la más remota antigüedad. Recordemos sólo las representaciones en cuevas en el arte rupestre hispano. Si en un principio pudo ser considerado solo como alimento, esas mismas características lo fueron convirtiendo poco a poco en el animal por excelencia que hemos comentado. La caza del toro salvaje, con la consiguiente dosis de peligro en función de los medios cinegéticos de la época, lo convirtieron en la pieza más codiciada. La posibilidad de medir las fuerzas y la astucia con un animal que incluso estaba rodeado de una aureola religiosa, elevaron a práctica de reyes esta modalidad cinegética. Buena prueba de ello son las referencias que encontramos tanto en el mundo egipcio como en el mesopotámico, griego o romano. En general para la caza de piezas mayores se utilizaban grandes líneas de redes hacia las que se espantaban a los animales para proceder, una vez encerrados allí, a darles muerte o bien a capturarlas vivas con destino a los espectáculos si se trataba de animales agresivos. 

La idea que preside esta caza de animales salvajes fue trasladada por los romanos a los anfiteatros y a los circos tomando el nombre de “venationes”. Se trataba de llevar lo que teóricamente se debía realizar en campo abierto hasta un lugar cerrado para convertirlo en un espectáculo al que pudiese asistir el espectador sin que peligrase su integridad física. No era ni más ni menos que un estereotipo de la caza, “venatio” en latín, y es aquí donde creemos que de forma más clara podemos encontrar los precedentes de las actuales corridas de toros. 
Las “venationes” y los diversos juegos que se celebraban en el mundo romano estaban dedicados a una divinidad determinada. Parece, como señala Lactancio, que estas cazas en el circo y anfiteatros tenía su origen en ofrendas hechas al dios Saturno, aunque también conocemos espectáculos de este tipo dedicados a los muertos, a Júpiter o a Némesis/Diana, lo que les confería un carácter religioso, que en cierta medida, enlaza con aquel que antes veíamos en lo referente a la naturaleza sacrificial del toro, aunque en este caso con connotaciones diferentes.

Antes de comenzar se realizaban una serie de procesiones con ceremonias y rituales. Las “venationes” estaban presididas bien por el emperador, por los magistrados correspondientes o bien por el particular que los regalase. A la presidencia correspondía señalar el momento exacto del comienzo y para ello levantaba un pañuelo y lo dejaba caer; esa era la señal convenida para el comienzo y desde luego no deja de recordarnos al pañuelo que utiliza el presidente de las actuales corridas de toros para señalar el inicio y los distintos momentos de la corrida. El lienzo que marcaba el inicio se llamaba “mappa”, que literalmente se traduce por pañuelo o servilleta. Según nos dice Casiodoro, su uso se remontaba al emperador Nerón: parece ser que éste, ante la insistente petición de la muchedumbre concentrada en el circo para que comenzaran los juegos , utilizó la servilleta que tenía en sus manos mientras comía, arrojándola a la arena como señal para que diera comienzo el espectáculo. De tal forma se canonizó esta práctica que la “mappa” se convirtió, en el mundo romano en sinónimo de juegos de circo y anfiteatro.

Dichos espectáculos se componían de elementos muy diversos, quizá poco regulados en su desarrollo y en cierta medida caóticos como parecen darnos a entender determinadas representaciones en mosaicos. Se trataba incluso de representar la “silva”-el bosque-en la arena, según nos indica un texto de Probo, que gobernó entre los años 276 y 282 d.C.,al ofrecer un espectáculo para celebrar su triunfo sobre los germanos y los blemnios: ‘Grandes árboles arrancados con sus raíces por los soldados se colocaban sobre una plataforma de madera de gran extensión que se había recubierto de tierra, todo el circo, plantado de un modo semejante a un bosque, pareció florecer con la frescura de las hojas verdes…’

La presencia del toro en estos espectáculos abarcaba diferentes formas, siendo una de ellas, quizá la más cruel de todas, aquella en la que los condenados eran arrojados indefensos al toro para que éste procediese a su ejecución. Eran los llamados “damnati ad bestias”. Aquí el toro adquiere un papel absolutamente antagónico al que le conocíamos como animal para sacrificar puesto que ahora es el animal el sacrificador; es una verdadera paradoja donde se mezcla el elemento ritual religioso con el elemento lúdico en una síntesis que el mundo de los toros ha mantenido hasta la actualidad, aunque para el mundo romano existiese la otra versión, la del verdadero enfrentamiento del hombre con el toro en la arena y que veremos más adelante. Entre estos “damnati” hay que recordar los numerosos casos de cristianos sacrificados de esta forma como nos informan las actas de mártires, modalidad poco conocida porque quizás siempre se ha pensado en otro tipo de fieras para proceder a estas ejecuciones. Sirva de ejemplo el motivo central del mosaico de la villa romana de Silín en Libia (fig-2). En él se aprecia cómo un toro de color blanco (recuérdese la importancia de la capa para el sacrificio), adornado con una “vitta” también blanca, como reminiscencia del adorno de los toros destinados al sacrificio pero que en este caso es el sacrificador, acaba de lanzar por los aires a dos personas que caen al suelo como si fuesen peleles. Otro personaje arrastra de rodillas a un hombre para arrojarlo también al toro mientras un tercero, con una larga vara y un látigo, parece ser el que dirige la operación. Es espectáculo sin duda sangriento entre donde los haya, que también aparece reflejado en relieves de cerámicas sigilatas, en muchos casos encontradas en la Península Ibérica.

Pero salvando estos aspectos, es curioso resaltar que el hecho de arrojar personas a los toros para que éstos las lanzasen al aire y así enfurecerlos, tuvo con el tiempo otra versión que acabó, poco a poco, desplazando a la anterior, sin duda más cruel. Me refiero a la utilización de muñecos para ese mismo menester: a falta de personas, parece que se procedió a la utilización de maniquíes rellenos de paja, que eran volteados y que cumplían dicha misión. Son numerosos los testimonios escritos que poseemos sobre ello, sirviéndonos de ejemplo el del poeta hispano Marcial: …un toro que, azuzado por el fuego, acababa de cornear y lanzar por los suelos a unos maniquíes, corriendo de un lado para otro del circo, cayó al fin bajo la acometida de un cuerpo más poderoso, creyendo que un elefante era también un ligero maniquí para arrojarlo por el aire…
El espectáculo basado en los toros no se agotaba aquí. En el anterior texto de Marcial queda expresado que la lucha entre el toro y otros animales también figuraba en el repertorio que se ofrecía en circos y anfiteatros. Entre los contrincantes de los toros se encontraban leones, osos, panteras, elefantes, perros y todo tipo de bestias que pudiesen ofrecer espectáculo.

Las variantes que vinculaban de alguna forma al toro con el hombre eran muchas. Entre ellas podemos citar las acrobacias que se realizaban saltando al toro con una pértiga. Es lo que se conoce en el Código Justiniano como “contomonobolon” y que no es ni más ni menos que nuestro castizo ‘salto de la garrocha’, muy extendido durante el siglo XIX y que ha perdurado hasta la época actual 
Lo mismo podemos decir en lo referente al salto del toro sin apoyos como conocemos en el mundo romano, llamado “taurokathapsia” y que apreciamos practicado también en las actuales fiestas de toros.

 La que más nos interesa es el enfrentamiento entre el hombre y el toro en la arena como precedente de nuestras fiestas de toros como un espectáculo gladiatorio más (recuerdese la expresión gladiador en la jerga taurina). En opinión de un gran conocedor de los juegos gladiatorios (Robert, 1971) parece que los que luchaban con fieras en los anfiteatros y circos romanos, los llamados “venatores” que recuerda su origen en cuanto cazadores, no se pueden considerar gladiadores como tales; al parecer constituían una clase especial de combatientes con equipo y armamento diferentes, consistente en una túnica de cuero o tela con mangas y cinturón a bandas y calzado alto o bandas de cuero sobre las piernas, a veces con bonete cónico, con un escudo redondo o rectangular, un puñal corto o una espada y una jabalina. Sus accesorios varían en ocasiones en función del tipo de animal con el que debía enfrentare. Es muy corriente encontrar escenas de luchas contra toros en las que los “venatores” utilizan fundamentalmente una jabalina con la que se enfrentan, al parecer, sin otros instrumentos, para dar muerte al animal. 

Sin embargo existen representaciones en las que el “venator” utiliza lo que los arqueólogos e historiadores del arte han denominado “mappa”, es decir un pañuelo o servilleta, como el ya citado anteriormente, ayudado de una espada, aunque no estamos muy de acuerdo con esta denominación del paño que sostiene en sus manos y sobre lo que volveremos ,sin duda las más interesantes a nuestro parecer para identificar lo que hoy conocemos como toreo a pie. Incluso sabemos que durante la lidia unos subalternos, llamados “succursores”, lanzaban unos arponcillos para enfurecer a los toros. Parece que fue el enfrentamiento con éstos el que generó una determinada forma de actuación de estos gladiadores que se separó por completo de las actuaciones con otros animales , quizá por la misma idiosincrasia de este animal, prontamente conocida, como es su tendencia a arremeter de forma fiera y su fijación en la “mappa” o trapo. Si nos detenemos en la fig-1 creemos que estamos en presencia de una verdadera estampa taurina, un lidiador, con un toro abatido por la lanza o espada en el hoyo de las agujas, sostiene en sus manos un pequeño paño que debía servirle para engañar las acometidas del animal, es decir, debió ser algo análogo a lo que entendemos como muleta. Se trataba de una modalidad más del conjunto de los juegos romanos, pero parece claro que es ésta la que se puede señalar como claro precedente de nuestro toreo a pie. 

Si decíamos que no creemos que se pueda denominar “mappa” lo que el “venator” tiene en sus manos porque existen al menos dos textos del derecho romano que han sido insuficientemente valorados. Son estos textos los que nos confirman la existencia de este toreo a pie en la época romana que nos representan los mosaicos y que nos dicen exactamente que lo que utilizaban para torear se denominaba “pannum”, es decir, paño, que era siempre “rubrum”, rojo, dado que ya se sabía que este color excitaba a los toros. 

Pero vayamos a los textos. El primero de ellos es recogido en el “Digesto” y pertenece a Ulpiano, un jurista de la época de Trajano (98-117 d.C.9) ...contra el que, agitando un paño rojo, separa el ganado para que éste cayera en manos de los ladrones; si lo hizo con dolo malo, hay acción de hurto contra él; pero aunque lo hiciera sin finalidad de hurto, no debe quedar impune un juego tan pernicioso… 

El segundo texto, que en parte recoge el arriba reproducido, corresponde a Gayo, jurista de mediados del s. II d. C.: ...Así está escrito en los autores antiguos respecto al que separa (hace huir) al ganado con un paño rojo; pero si se trata de una diversión y no de una ayuda para cometer un robo... 
Así pues , se tratan de normas del Derecho Romano referidas al robo de ganados, concretamente de ganado mayor. Pero para nuestra sorpresa, se desliza en esta normativa un elemento fundamental en relación con nuestro fin y que encontramos concretamente es la segunda parte de ambos. Nos referimos a la posibilidad de utilizar un paño rojo no ya para robar toros y vacas sino sólo por el placer, por la diversión, en definitiva, por torear. El hecho de que se trate esta cuestión por parte de los juristas como un acto cercano al delito, parece indicar que la práctica de torear, en este caso en el campo, debió de estar bastante extendida. De otra forma no entendemos que coloquen esta cuestión en la casuística legal. Al mismo tiempo, el hecho de torear en el campo quizá podamos ponerlo en relación con los juegos de anfiteatro que hemos citado. Se trataría, en estos casos, de practicar el oficio con el fin de adquirir la práctica suficiente como para poder enfrentarse en la arena con un toro con el menor riesgo para la integridad física de dichos “venatores”

Estos textos, junto con las representaciones que hemos citado, creemos que son lo suficientemente elocuentes como para pensar en la existencia del toreo a pie en época romana.


*Trabajo publicado por Pedro Sáez Fernández, profesor titular de Historia Antigua en la Universidad de Sevilla, en el nº 8 de la Revista de Estudios Taurinos. Sevilla 1998


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